Elogio de la axila
Cuando a uno le preguntan sobre la belleza sucede que el interlocutor en turno espera que la respuesta verse acerca del espíritu helenístico, la languidez bucólica del romanticismo, los altos vuelos del alma o la congestión visual de una obra de arte o bien el estremecimiento ante la lectura de un poema. Este es mi caso y no. Para mí la belleza reside en estos grandes tópicos pero también en lo fugaz, en lo pequeño, en lo cotidiano. Belleza es, para esta fanática de la brevedad, una cóncava silueta que se define como sobaco y, sobre todo, el masculino. La curvatura y los vuelos de sus rizados vellos, combinados con un olor que emula la más profunda significación de lo que es la testosterona, comprueba que la belleza puede encontrarse en cualquier resquicio, en una parte oculta del cuerpo. La axila es una provocación a la grandilocuencia. El sudor —sus perladas emanaciones— es la prueba fehaciente de que el cuerpo produce belleza hasta en sus más nimias manifestaciones.
Hay personas que se esconden entre olores artificiales para que su propio “caldo” corporal no se ponga de manifiesto. Nada más despreciable. Los olores son igualmente un vislumbre de belleza. El olor de una axila entreabre, e ilumina, los más íntimos recuerdos, privilegia el instante paradisíaco de reconocerse humano y mortal. ¡Qué mejor manifestación de lo bello que el saberse imperfecto y mortal! El idioma de la belleza es un lenguaje subjetivo y horizontal (la verticalidad está en su hondura de emociones provocadas), un lenguaje que fija vértigos a través de las sensaciones y sus desgarramientos. Un sobaco es el principio y el fin del universo para una nariz educada (de alto índice de sofisticación, diría mi buen amigo Joe Springer).
“La visión se ha concentrado en todos los aires”, proclamaba Rimbaud. En estos aires se esparce un sudor que es, finalmente, el de todos. En esta pequeña angulación corpórea se sitúa forma y fondo, nostalgia y descubrimiento. Yo no confío en un hombre hasta no haber percibido el olor penetrante de su axila, hasta no haber penetrado en ese breve mundo de sí mismo, porque sé que quién mejor me hablará de la limpidez de su alma, de su estatura álmica y de la belleza de su verdadero ser es esa cóncava simulación de universo. Lo bello de lo primitivo es que no miente, ni esconde, ni desdibuja, simplemente vive, palpita, transpira.
La belleza de lo nimio nos devuelve la certeza de que cada rincón puede ser la puerta a una experiencia de sublimación e iluminación. ¿Por qué esperar encontrar lo bello sólo en lo que habitualmente nos han enseñado a mirar, a percibir? Yo creo que el goce estético puede estar siempre al alcance de la mano, ahí donde no nos atrevemos a explorar. Yo he amado varias axilas, he encontrado en ellas un sitio de belleza, de placer, de una sorda y frenética experiencia de la belleza, por paradójico que esto suene. La ráfaga de un sudor auténtico, liberado de desodorantes y demás afeites es una experiencia estimulante y verdadera, inquietante hasta el tuétano.
Dejémonos ir por lo cotidiano, por lo fugaz del mundo y encontraremos ahí que la belleza es una marejada presente a cada instante, a cada mirada u olfateada. Habría que recordar que lo bello es también esa mancha de lodo que transcurre por nuestra ropa después de haber sido salpicados por un auto a toda velocidad en uno de esos días en que todo parece que va a estallar.
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saludos.
damián