Lucian Freud. Carnes, carne, carnes
En una época como la actual en que las tendencias estéticas consideran sólo como novedosas y propositivas las artes no objetuales y el performance es, para un público cada vez más desilusionado y harto de lo pretenciosamente “conceptual”, un hallazgo y un deleite volver la vista a las llamadas artes tradicionales (pintura, gráfica, escultura). En tal tenor se inscribe la obra de uno de los más importantes artistas del orbe: Lucian Freud (Berlín, 1922). Nieto de Sigmund Freud, salió con su familia en 1933, después de que el nazismo se apoderara de Alemania, para establecerse en Inglaterra.
En contacto siempre con la ciudad y las personas (éstos han sido su eje iconográfico desde siempre) su pintura nos regresa la sensación de ser individuos y no meras cifras, su fuerza plástica radica en la capacidad de penetrar en el otro. Freud hace que las personas y las cosas aparezcan más como sí mismas, más en su esencia de lo que han sido o serán. Es como si el pintor asimilará, a partir de un largo escrutinio de horas y a veces hasta de años, la vida de la persona hasta plasmarla: Freud es una vasija receptiva y sensible a la vida interna oculta de aquel o aquella que mira, captura las minucias y los recovecos del ser y los recrea en el lienzo, los hace carne y alma. La revelación se nos muestra en sorprendentes y vigorosas formas figurativas, sus desnudos, en su mayoría retratos extendidos, muestran figuras completas compuestas por partes (casi autónomas, adjetívales) que nos dan una esencia integral del retratado. La mayoría de sus pinturas presentan al modelo en incómodas posiciones que, bajo la estilética mirada del autor (despiadada y clínicamente aguda), sucumben a un registro visual donde cada poro, cada curva, protuberancia o irregularidad de la piel queda plasmada. En los trazos y las gruesas pinceladas de Freud se esconde el gesto de los años y la memoria de la carne.
La realidad, cruda, exaltada, de las imágenes en la pintura de Freud trae consigo un sentimiento de melancolía y desolación, enfatizado por los matices grisáceos, olivos que les da a ciertas pieles. Cómplices para crear la atmósfera y personalidad del modelo, la presencia de sillones y muebles raídos, paredes descarapeladas, cortinas que no dejan pasar la luz y, finalmente, escenarios cerrados detrás de las figuras (que, en realidad, es su propio estudio) hacen que éstos aparezcan como si estuvieran en su mundo privado. Freud crea composiciones donde las espesas capas de pintura dan un efecto reminiscente de materia casi viva, tangible, ello desconcierta a muchos de sus espectadores ya que parecería que, en cada cuadro, se tiene la oportunidad de acceder a un acto vouyerista, como si se fuera un intruso en la vida intima de los otros. Sobre ello Freud ha dicho que esta sensación de incomodidad o vergüenza ante la evidencia de sus desnudos es su aliada ya que la pintura debe sacudir y provocar al espectador y, a partir de ello, se inicia el diálogo, el involucramiento entre la obra y la mirada del espectador.
Lo más sorprendente de la obra de Lucian Freud es su conocimiento y su pasión por la carne, por los volúmenes (untuosos, cargados de erotismo, a veces monumentales), por los pliegues, por el deseo (baste ver su obsesión por los genitales, muchos de sus modelos yacen con las piernas abiertas) donde comprobamos que no sólo la mente hace memoria, la hace también el cuerpo. A partir del manejo de la luz, el espectador se percatará de cómo las presencias de Lucian Freud habitan la intensidad de ser miradas, porque mirar implica penetrar en el lienzo y ser testigos de la desnudez, de la desolación contemporánea y, al mismo tiempo, de la solidez de unos personajes que hablan a través del poderoso silencio de sus cuerpos. Cada línea, cada capa de piel es una historia que Freud nos cuenta. Él, por medio de su lenguaje plástico, empuja a las personas a conocerse (reconocerse) para entonces convertirse en sí mismas. Si la desnudez aclara y pone la luz sobre los sentidos (y éstos, a su vez, son vías de revelación y discernimiento) la obra de Freud es una manifestación espejo en donde, los cuerpos ajenos, son una representación de nuestra propia esencia humana. La piel se presenta entonces como lienzo, como una geografía multiemocional, multirracial.
En contacto siempre con la ciudad y las personas (éstos han sido su eje iconográfico desde siempre) su pintura nos regresa la sensación de ser individuos y no meras cifras, su fuerza plástica radica en la capacidad de penetrar en el otro. Freud hace que las personas y las cosas aparezcan más como sí mismas, más en su esencia de lo que han sido o serán. Es como si el pintor asimilará, a partir de un largo escrutinio de horas y a veces hasta de años, la vida de la persona hasta plasmarla: Freud es una vasija receptiva y sensible a la vida interna oculta de aquel o aquella que mira, captura las minucias y los recovecos del ser y los recrea en el lienzo, los hace carne y alma. La revelación se nos muestra en sorprendentes y vigorosas formas figurativas, sus desnudos, en su mayoría retratos extendidos, muestran figuras completas compuestas por partes (casi autónomas, adjetívales) que nos dan una esencia integral del retratado. La mayoría de sus pinturas presentan al modelo en incómodas posiciones que, bajo la estilética mirada del autor (despiadada y clínicamente aguda), sucumben a un registro visual donde cada poro, cada curva, protuberancia o irregularidad de la piel queda plasmada. En los trazos y las gruesas pinceladas de Freud se esconde el gesto de los años y la memoria de la carne.
La realidad, cruda, exaltada, de las imágenes en la pintura de Freud trae consigo un sentimiento de melancolía y desolación, enfatizado por los matices grisáceos, olivos que les da a ciertas pieles. Cómplices para crear la atmósfera y personalidad del modelo, la presencia de sillones y muebles raídos, paredes descarapeladas, cortinas que no dejan pasar la luz y, finalmente, escenarios cerrados detrás de las figuras (que, en realidad, es su propio estudio) hacen que éstos aparezcan como si estuvieran en su mundo privado. Freud crea composiciones donde las espesas capas de pintura dan un efecto reminiscente de materia casi viva, tangible, ello desconcierta a muchos de sus espectadores ya que parecería que, en cada cuadro, se tiene la oportunidad de acceder a un acto vouyerista, como si se fuera un intruso en la vida intima de los otros. Sobre ello Freud ha dicho que esta sensación de incomodidad o vergüenza ante la evidencia de sus desnudos es su aliada ya que la pintura debe sacudir y provocar al espectador y, a partir de ello, se inicia el diálogo, el involucramiento entre la obra y la mirada del espectador.
Lo más sorprendente de la obra de Lucian Freud es su conocimiento y su pasión por la carne, por los volúmenes (untuosos, cargados de erotismo, a veces monumentales), por los pliegues, por el deseo (baste ver su obsesión por los genitales, muchos de sus modelos yacen con las piernas abiertas) donde comprobamos que no sólo la mente hace memoria, la hace también el cuerpo. A partir del manejo de la luz, el espectador se percatará de cómo las presencias de Lucian Freud habitan la intensidad de ser miradas, porque mirar implica penetrar en el lienzo y ser testigos de la desnudez, de la desolación contemporánea y, al mismo tiempo, de la solidez de unos personajes que hablan a través del poderoso silencio de sus cuerpos. Cada línea, cada capa de piel es una historia que Freud nos cuenta. Él, por medio de su lenguaje plástico, empuja a las personas a conocerse (reconocerse) para entonces convertirse en sí mismas. Si la desnudez aclara y pone la luz sobre los sentidos (y éstos, a su vez, son vías de revelación y discernimiento) la obra de Freud es una manifestación espejo en donde, los cuerpos ajenos, son una representación de nuestra propia esencia humana. La piel se presenta entonces como lienzo, como una geografía multiemocional, multirracial.
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