Nueva York, sin ansia

Juntáis el culto de Hércules al culto de Mamón;
y alumbrando el camino de la fácil conquista,
la Libertad levanta su antorcha en Nueva York.

A Roosevelt, Rubén Darío


Cada ciudad es un invento de lo que los hombres quieren ser. Entre las construcciones, los parques, las plazas públicas, los monumentos históricos, una comunidad de pobladores dicta (clama) un manifiesto de pertenencia y de forma de habitar. Si “La historia es hija de la mayor violencia, la violencia definitiva que el hombre puede haber cometido” y si “el hombre es polvo y ceniza, pero estas cenizas tienen sentido.” según afirma María Zambrano, Nueva York es la panacea de los deseos de sus habitantes. Es la encarnación de una historia violentada por el deseo de supremacía, del apetito por crear una ciudad que se dibujara como espejo del mundo, donde cada uno de sus integrantes aportó a la cosmópolis una visión traída desde afuera pero que, en su reunión polifónica de voces y vivencias, generó una nueva forma de asirse al mundo.

Construida en una mínima porción de tierra, Manhattan —símbolo de la grandiosidad norteamericana y el derroche de la vanguardia y el glamour— fue en el siglo XX la capital de los sueños y las ilusiones. Sus altos edificios, su verticalidad envertigada, aspiran a rozar los cielos, clara manera de un alter ego que quiere devenir divinidad. Fraguada por las diferencias de los inmigrantes, el arte que emergió desde la urbe es considerado como uno de los paradigmas de la vida moderna. ¿Qué queda hoy de ello?

La libertad, ese bien que abanderaba a la ciudad de Manhattan y a Nueva York, es hoy un bien cercado. Las comunidades latinas, italianas, negras, etcétera, se emplazan cada vez en territorios marcados, en donde pueden cobijar sus tradiciones. La tolerancia de lo políticamente correcto es falsa. Las diferencias han ido, cada vez más, y de manera definitiva desde el 9/11, formando cercas infranqueables. Los habitantes de NY cohabitan en los espacios públicos, en las tiendas departamentales, en el servicio, pero al salir de ellos se refugian en sus pequeños ghettos. La tolerancia es ahora un adjetivo. En la literatura, por ejemplo, todo está debidamente etiquetado: afroamerican literature, latin literature, female literature, y más. Etiquetar es ahora sinónimo de libertad, de convivencia civilizada. La estatura de la libertad es una parodia, un viejo monumento al american dream.

Las viejas librerías, donde se reunían escritores, músicos, artistas visuales, a reordenar la visión del mundo, es una nota memoratísima. Casi todas han cerrado sus puertas. La poesía, se ejerce en clubes que abren y cierran sus puertas, por cuestiones de orden monetario, donde la spoken world poetry y el slam poético han ensanchado su reino (estos movimientos, en realidad, vieron su nacimiento en San Francisco). The Bowery Poetry Club, en las calles de Bowery y Blecker, es uno de los pocos sitios abiertos a todo tipo de poesía, las lecturas bilingües son su mayor aportación. Las pocas librerías fuera de las más comerciales como Barnes & Noble son apenas un puñado. Una de ellas, la Sarah Mc Nally, en la calle Prince del barrio de SoHo, es una pequeña librería (con mullidos sillones para poder leer) dedicada a la literatura y con un gran espacio de poesía. Su dueña, canadiense, ha traído a Manhattan este pequeño oasis ya que sus otras librerías se encuentran en Canadá. Strand Bookstore, se cuece aparte, instalada en un edificio, tiene varios pisos de literatura y es muy probable que cuente con la mejor sección de poesía de la ciudad. Los poetas de esta ciudad, los más jóvenes, se encuentran en diversos bares del barrio de Alphabet city o en sitios fuera de Manhattan como Queens o Brooklyn. A diferencia de los grandes movimientos como el dadaísmo o el surrealismo, los artistas y poetas contemporáneos no forman ni movimientos o grupos, su visibilidad es marginal, su presencia, individual. Quizá esto es resultado a la gran exaltación que existe en los Estados Unidos (y en gran parte del mundo) por el culto a la personalidad.

Escritores y creadores en general han visto a Manhattan y a Nueva York como la cima de la sofisticación y la vanguardia, como la gran ciudad desde la cual su “sueño creativo” podría hacerse realidad. La realidad actual es que, desde países marginales (según la visión occidental) como la India, México, Brasil o los países del Este en Europa, se están generando los discursos artísticos, poéticos y literarios más creativos y potentes. En Nueva York todo es tan pretendidamente sofisticado que han caído en la frivolidad, en la exaltación de las apariencias denostando la sustancia: el arte se ha vuelto ornamental, símbolo de estatus (lo importante es si eres parte del patronato del museo no si vas a ver la exposición, para enterarse están las páginas de Internet de los museos). Hay entre tanta originalidad expuesta una mirada chata y estrecha. Y, sin embargo, la ciudad, como gran manifiesto de sus pobladores, supera todo esto. Las lecturas en las tardes apacibles de un otoño en el Gramercy Park. La vista de los jardines nevados desde los ventanales del Metropolitan Museum. Los festivales de teatro en verano en el Central Park (Shakespeare revive con el sol). Las largas caminatas por el China Town (las trastiendas son y serán siempre el gran misterio de Manhattan). El placer de encontrar casi cualquier libro y quedarse por horas leyendo en la NY Library... La ciudad se ha erigido más allá de sus actuales pobladores. Y, esas cenizas con sentido de las que hablaba Zambrano, han quedado para perdurar un sueño que, aunque diluido, pervive entre sus muros. Una suerte queda de todo ello: Siempre quedará el Nueva York de nuestra memoria.

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