Esbozo de ciertas tardes en la playa de la Herradura que nunca pasé con Luis Hernández
La piedra
Recuerdo las mañanas cuando bajo el influjo de la fiebre corrías hacia el acantilado. Parpadeaba la luz sobre tu rostro, apenas un juego de claroscuros donde la definición del gesto aparecía recubierto de brisa y viento. Observabas las olas estrellándose sobre el acantilado, en silencio, devotamente.
Al llegar junto a ti murmurabas “Los hombres son sueño, sólo las rocas comprenden”. Ahora sé de tu amuleto, de esa piedra que habías hallado junto a los brezos. Sé también que la llevabas siempre en el bolsillo izquierdo y que, antes de dormir, la metías debajo de tu almohada. Tu jardín privado, el pequeño rastro de las ranas, decías.
Cuando la fiebre subía y te postraba en cama (sí, cuando escuchabas el azote del viento contra el agua) susurrabas que proas, dunas y caletas asomaban desde las vetas de tu piedra. Entonces la calma se cernía sobre tu rostro, eras continente e ínsula. Vivías entre algas y granito, eras voz del trueno y las colinas, inundación y muérdago. Corpulento de memoria, te erguías en tronco, en mar infinito, en poema.
Recuerdo las mañanas cuando bajo el influjo de la fiebre corrías hacia el acantilado. Parpadeaba la luz sobre tu rostro, apenas un juego de claroscuros donde la definición del gesto aparecía recubierto de brisa y viento. Observabas las olas estrellándose sobre el acantilado, en silencio, devotamente.
Al llegar junto a ti murmurabas “Los hombres son sueño, sólo las rocas comprenden”. Ahora sé de tu amuleto, de esa piedra que habías hallado junto a los brezos. Sé también que la llevabas siempre en el bolsillo izquierdo y que, antes de dormir, la metías debajo de tu almohada. Tu jardín privado, el pequeño rastro de las ranas, decías.
Cuando la fiebre subía y te postraba en cama (sí, cuando escuchabas el azote del viento contra el agua) susurrabas que proas, dunas y caletas asomaban desde las vetas de tu piedra. Entonces la calma se cernía sobre tu rostro, eras continente e ínsula. Vivías entre algas y granito, eras voz del trueno y las colinas, inundación y muérdago. Corpulento de memoria, te erguías en tronco, en mar infinito, en poema.
Comentarios
Segundo, claro, si es por falta de conocimiento de poetas peruanos (y de otras latitudes), la lista sería infinita. No sólo Ojeda, sino Deustua, Cillóniz y tantísimos otros. Así que dale no más con Hernández, que por alguna parte hay que empezar.
Y escribe y escríbeme.
Besos,
Cristian Gomez