El aposento de la palabra
Todo poeta quiere ser leído. Todo autor daría la mitad de su fortuna (ínfima en la mayoría de los casos) porque un solo lector comprendiera cabalmente lo que “quiso” decir. Y muchos se sonrojarían, se pondrían nerviosos (incluidos sudor de manos, arritmia y extraños cambios de temperatura corporal) al darse cuenta, al saberlo de cierto, que su obra, sí, su máxima obra (su eterna lucha con el lenguaje, sus desvelos ante el soneto que no asiste, su cabeceo constante ante la ruina), es leída con feliz y pujante alegría durante las mañanas plácidas en un baño. Este entrañable lector, el que se pasea sin prisa ni lamento por las páginas de T.S. Elliot y su potente Waste Land o muerde lomo y página marcada para sostener la lectura mientras debe proceder a un acto de limpieza y razón, sabe que este momento cima marcará su paso y trote del día que apenas comienza.
Aquí, en el verdadero aposento de la palabra, la poesía y lo poético del ser hombre, ente franqueado por la muerte, toman su verdadera razón. Entre el goteo de la orina, una lectora va y viene con la mirada, rítmicamente al compás de la descarga dorada, y atraviesa sin premura “el amor amoroso/ de las parejas pares;/ noviazgo de muchachas/ frescas y humildes, como humildes coles,/ y que la mano dan por el postigo/ a la luz de dramáticos faroles;/ alguna señorita/ que canta en algún piano/ alguna vieja aria;/ el gendarme que pita…/ …Y una íntima tristeza reaccionaria.”, (Ramón López Velarde dixit). Y así, entre el rayo que apenas declina su mirada por el resquicio del vidrio y el sonoro canto de la ducha, un lector, un enamorado lector de la palabra, puja breve, discretamente, acompasado por el canoro canto de los flatos, para encontrar su espejo en un verso, una línea, la apenas frase insostenible de una historia matutina que lo acompaña y lo cobija en este baño que es su casa, su refugio, su habitual reino.
Aquí, en el verdadero aposento de la palabra, la poesía y lo poético del ser hombre, ente franqueado por la muerte, toman su verdadera razón. Entre el goteo de la orina, una lectora va y viene con la mirada, rítmicamente al compás de la descarga dorada, y atraviesa sin premura “el amor amoroso/ de las parejas pares;/ noviazgo de muchachas/ frescas y humildes, como humildes coles,/ y que la mano dan por el postigo/ a la luz de dramáticos faroles;/ alguna señorita/ que canta en algún piano/ alguna vieja aria;/ el gendarme que pita…/ …Y una íntima tristeza reaccionaria.”, (Ramón López Velarde dixit). Y así, entre el rayo que apenas declina su mirada por el resquicio del vidrio y el sonoro canto de la ducha, un lector, un enamorado lector de la palabra, puja breve, discretamente, acompasado por el canoro canto de los flatos, para encontrar su espejo en un verso, una línea, la apenas frase insostenible de una historia matutina que lo acompaña y lo cobija en este baño que es su casa, su refugio, su habitual reino.
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Un abrazo.