SOMA*
Sitio de partida
Lo más profundo que hay en el hombre es la piel.
Paul Valéry
Debajo de la piel hay un fracaso.
El alveolo no atempera el miedo,
el ramaje exacto va, viene,
trayendo la oquedad del aire
(esta sangre, despoblada de hábitos, sólo conoce el eco de una letra:
M que madura en las vértebras, castañea menuda, y mártir es en este navegar
de muecas que el olvido no procura)
Debajo de esta dermis la brasa aclara el engaño de estar vivo
(brasa como filo, filo de cierta era, era que guarda lo insondable)
aquí —líquido que guarece la llama,
aire que entona un gemido tácito y palpable—
se esconde el humor de la infancia,
la lentitud del invierno,
la cosecha muerta de una frase.
El ocupante
Yo, bufido, destrozo, habito encarnizado
hasta la médula del miedo,
relincho en la pereza de las venas,
sacudo –un poco, apenas hincho–
el alveolo izquierdo y aquieto, aquieto
en tajo, la resistencia del vahído.
Yo, escanciador de voz y desierto,
expando alas y asumo el reino:
todo tornado es un suspenso.
Fontanela
Jaque y hueco,
austero ojo del domo donde se finge
la redondez de la escultura,
articulado y óseo no tiene más virtud
que su encendida horadación.
Antes de la palabra el puente
donde se hunde el dedo para tocar la idea,
trastabilleo del hueso,
grieta que fustiga a la memoria:
en el deseo de clausura la totalidad del gesto.
Resistencia
Bajo el desdén de la canícula
erra la mano en su deseo de prisa,
de movimiento arduo sobre el blanco.
Mas el cuerpo aquieta desazón y agotamiento
en la enmienda del paso justo.
Hay contacto entre velocidad y pausa,
un registro de paulatinos tonos
que engarzan en un vaho el cantar del cuerpo.
Redoblando el movimiento, en caída,
vertical y austero,
el nervio más grande atrae hacia sí
la pulpa añeja del escarnio.
Ya nada interpone su designio, ya nada es sólo sangre,
hay historia emplazada en cada miembro, en cada herida,
en cada gesto.
Despacio y aprisa –como el tiempo– se acuna en la mano la palabra.
Esplenio
En este triangular destino
donde se fraguan las junturas del relámpago,
en este punto álgido
que permite sólo el cabeceo menor,
comienza el desliz de la tragedia.
Apenas puñado de red fibrosa,
apenas geometría escalena,
apenas contracción de dos dedos de músculo
donde se aposenta el miedo
y punza.
Aquí tira la voluntad de la vejez y el tedio,
se ahonda el clavo y hace merma en el poco cobijo del cuello,
aquí, en este punto álgido, se descubre la fragilidad,
se especula la posibilidad de una pronta muerte
para acallar la úlcera invisible de un taladro.
Habitación 413
Que nadie contradiga cuan abierto es el deseo
de estar así, bajo las sábanas de otoño,
mirando destejer del día a las sombras.
Que nadie ose (no mientan, no sean púdicos) decir
que en este lecho de herido no hay gozo,
lascivia, encantamiento.
Que nada irrumpa tan excelso instante, que nada evite
el contacto de la gasa sobre el cuerpo.
Que nadie venga
(¡cómo no odiar a las visitas y sus lánguidos consuelos
y su encendido morbo por la muerte!) a escuchar
la respiración atrofiada, el quejido
—una y otra vez, una y otra vez—
de dolor profundo, oculto.
Que nadie mire este despojo de hombre
—ya flor, ya hierba, ya esqueleto–
agitándose en la arista del recuerdo,
intentando guardar las mieses, el sudor,
la breve valentía de ser presa.
Que nadie roce sus labios, manos,
que nadie toque nada.
No recorran esta habitación, esta ciudad cercada,
huelan sólo la fragancia del espino.
Sublingual
¿Qué hay debajo de la lengua?
¿Un triturar de huestes vocálicas,
un cierzo de agudas consonantes,
un despojo de viento áureo,
quizá el mustio huso de la letra?
Aquí entre toneles de saliva y tiento
se guarda el vocablo,
la gramática de tu rojo nombre,
y se incendia –sí, se incendia–
la simetría del giro:
debajo de la lengua hay un presidio.
A Ehitel Silva Zegarra
Menudencias
No hables sólo de tu execrable páncreas
y su estilete agrio,
ni de la pretendida lozanía del hígado
—ayer ya remolacha y sino—,
ni siquiera del bazo y sus manías gallardas,
que todo será caldo, sopa aguada,
suculencias no de mujer ni de hombre
sino de un puñado de lombrices
que loarán festín tan regio.
Intestinos —ni tan largos ni tan cortos—
serán aperitivo, apenas bocado breve, servil.
El corazón —segundo plato— habrá de rendir
puñado y medio de abono;
postre de majestades, el estómago
será digna bazofia para el convite reunido,
pedazo de cielo para mortal jauría.
Los ojos —cautos— serán nicho de huevecillos,
borde tenue entre muerte y vida.
Vísceras, en fin, de salada signatura
que, apetitosas a rastreros seres,
no valen ni un minuto de tu empañada mente.
Coda
A la memoria de Juan Oronoz y Francisco Niebla
Cómo me gustaría oír
el estallido de la pústula
la lascivia de la herida
el grito ahogado de la costra
la melancolía del golpe
y así acostarme en el lecho de espera
con la ebriedad atada al cráneo
sólo aguardando la ferviente aparición
de cualquier muerte.
* Estos poemas fueron publicados en Ediciones Eloisa, Bs As, 2003.
Lo más profundo que hay en el hombre es la piel.
Paul Valéry
Debajo de la piel hay un fracaso.
El alveolo no atempera el miedo,
el ramaje exacto va, viene,
trayendo la oquedad del aire
(esta sangre, despoblada de hábitos, sólo conoce el eco de una letra:
M que madura en las vértebras, castañea menuda, y mártir es en este navegar
de muecas que el olvido no procura)
Debajo de esta dermis la brasa aclara el engaño de estar vivo
(brasa como filo, filo de cierta era, era que guarda lo insondable)
aquí —líquido que guarece la llama,
aire que entona un gemido tácito y palpable—
se esconde el humor de la infancia,
la lentitud del invierno,
la cosecha muerta de una frase.
El ocupante
Yo, bufido, destrozo, habito encarnizado
hasta la médula del miedo,
relincho en la pereza de las venas,
sacudo –un poco, apenas hincho–
el alveolo izquierdo y aquieto, aquieto
en tajo, la resistencia del vahído.
Yo, escanciador de voz y desierto,
expando alas y asumo el reino:
todo tornado es un suspenso.
Fontanela
Jaque y hueco,
austero ojo del domo donde se finge
la redondez de la escultura,
articulado y óseo no tiene más virtud
que su encendida horadación.
Antes de la palabra el puente
donde se hunde el dedo para tocar la idea,
trastabilleo del hueso,
grieta que fustiga a la memoria:
en el deseo de clausura la totalidad del gesto.
Resistencia
Bajo el desdén de la canícula
erra la mano en su deseo de prisa,
de movimiento arduo sobre el blanco.
Mas el cuerpo aquieta desazón y agotamiento
en la enmienda del paso justo.
Hay contacto entre velocidad y pausa,
un registro de paulatinos tonos
que engarzan en un vaho el cantar del cuerpo.
Redoblando el movimiento, en caída,
vertical y austero,
el nervio más grande atrae hacia sí
la pulpa añeja del escarnio.
Ya nada interpone su designio, ya nada es sólo sangre,
hay historia emplazada en cada miembro, en cada herida,
en cada gesto.
Despacio y aprisa –como el tiempo– se acuna en la mano la palabra.
Esplenio
En este triangular destino
donde se fraguan las junturas del relámpago,
en este punto álgido
que permite sólo el cabeceo menor,
comienza el desliz de la tragedia.
Apenas puñado de red fibrosa,
apenas geometría escalena,
apenas contracción de dos dedos de músculo
donde se aposenta el miedo
y punza.
Aquí tira la voluntad de la vejez y el tedio,
se ahonda el clavo y hace merma en el poco cobijo del cuello,
aquí, en este punto álgido, se descubre la fragilidad,
se especula la posibilidad de una pronta muerte
para acallar la úlcera invisible de un taladro.
Habitación 413
Que nadie contradiga cuan abierto es el deseo
de estar así, bajo las sábanas de otoño,
mirando destejer del día a las sombras.
Que nadie ose (no mientan, no sean púdicos) decir
que en este lecho de herido no hay gozo,
lascivia, encantamiento.
Que nada irrumpa tan excelso instante, que nada evite
el contacto de la gasa sobre el cuerpo.
Que nadie venga
(¡cómo no odiar a las visitas y sus lánguidos consuelos
y su encendido morbo por la muerte!) a escuchar
la respiración atrofiada, el quejido
—una y otra vez, una y otra vez—
de dolor profundo, oculto.
Que nadie mire este despojo de hombre
—ya flor, ya hierba, ya esqueleto–
agitándose en la arista del recuerdo,
intentando guardar las mieses, el sudor,
la breve valentía de ser presa.
Que nadie roce sus labios, manos,
que nadie toque nada.
No recorran esta habitación, esta ciudad cercada,
huelan sólo la fragancia del espino.
Sublingual
¿Qué hay debajo de la lengua?
¿Un triturar de huestes vocálicas,
un cierzo de agudas consonantes,
un despojo de viento áureo,
quizá el mustio huso de la letra?
Aquí entre toneles de saliva y tiento
se guarda el vocablo,
la gramática de tu rojo nombre,
y se incendia –sí, se incendia–
la simetría del giro:
debajo de la lengua hay un presidio.
A Ehitel Silva Zegarra
Menudencias
No hables sólo de tu execrable páncreas
y su estilete agrio,
ni de la pretendida lozanía del hígado
—ayer ya remolacha y sino—,
ni siquiera del bazo y sus manías gallardas,
que todo será caldo, sopa aguada,
suculencias no de mujer ni de hombre
sino de un puñado de lombrices
que loarán festín tan regio.
Intestinos —ni tan largos ni tan cortos—
serán aperitivo, apenas bocado breve, servil.
El corazón —segundo plato— habrá de rendir
puñado y medio de abono;
postre de majestades, el estómago
será digna bazofia para el convite reunido,
pedazo de cielo para mortal jauría.
Los ojos —cautos— serán nicho de huevecillos,
borde tenue entre muerte y vida.
Vísceras, en fin, de salada signatura
que, apetitosas a rastreros seres,
no valen ni un minuto de tu empañada mente.
Coda
A la memoria de Juan Oronoz y Francisco Niebla
Cómo me gustaría oír
el estallido de la pústula
la lascivia de la herida
el grito ahogado de la costra
la melancolía del golpe
y así acostarme en el lecho de espera
con la ebriedad atada al cráneo
sólo aguardando la ferviente aparición
de cualquier muerte.
* Estos poemas fueron publicados en Ediciones Eloisa, Bs As, 2003.
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