Memorias de Praga (por un brindis kafkiano con León P. Ñol)
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Imaginé a un Kafka joven, pensativo, cruzando el puente en un otoño (la mejor época para venir aquí), regresando a su entrañable barrio judío después de haberse pasado varias horas escribiendo en casa de su hermana en la Calle del Oro, justo atrás del Castillo. ¿Qué vería en esas aguas calmas, melancólicas, que llevan un acento de silencio y grandes notas de historia? El Moldava representa la serenidad y un espacio en blanco ante la opulencia y la fantasía que se vive en toda la ciudad. Dicen que Kafka se sentaba en una banca en la pequeña isla de Kampa a observar el vuelo de las aves y el transcurrir del río. Quiero suponer que encontraba en éste último un auténtico refugio para sus pensamientos.
Dividida por zonas aristocráticas y de clases obreras, Praga, la ciudad madre, la ciudad que alberga a la sinagoga más antigua de Europa central, la ciudad que vio nacer no sólo a Kafka sino al extraordinario poeta Rainer Maria Rilke, la ciudad del Golem, la ciudad de los gatos, hoy día se abre como una urbe donde colindan el ensueño de torres y castillos, de reyes, místicos, escritores y artistas con el despliegue de la modernidad, de hordas de turistas, de música tecno y diseño de vanguardia. Y, ante los embates de lo contemporáneo, el río Moldava sigue impávido, con su música llena de sosiego, apenas con los ojos abiertos para mirar el nuevo destino de la tierra que divide, una Praga contemporánea y vestida de siglo XXI pero con el alma guardada, hibernando en un tiempo antiguo cerca de la princesa Libussa, parada en la roca de Vysehrad, esperando “la gloria que llegará de las estrellas”.
Mientras tanto, los habitantes de Praga mirándose unos a otros desde las dos orillas, junto con Kafka y tantos otros, quizá musiten como Rilke en otro tiempo ¿A dónde, hacia la libertad? ¿A dónde, hacia el sosiego de la propia existencia? ¿A dónde hacia la inocencia, de la que uno no puede prescindir por mucho tiempo?
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