Sobreviviendo al aire (César Moro rewinded)*
Silvana:
Han pasado más de sesenta años (¿era 1935 ó 1936?) de aquel encuentro entre mi abuelo José Antonio y César. Ahora te escribo desde aquí. La misma vista, la misma banca. Te escribo para contarte (e imaginarme de manera vivida, acaso como un testigo silencioso, como una sombra, el perfil de ese extraño personaje) de esta anécdota repetida sin cesar durante mi infancia.
Los negocios trajeron a mi abuelo a Lima. Acostumbrado a viajes breves, se jactaba de conocer, de cada lugar que visitaba, por lo menos un sitio que fuera especial. Le bastaba una estatua en actitud vehemente pero sin un brazo o mascada y marcada por la hendidura del tiempo. Le bastaba una peregrinación, una puesta de sol desde un puente. Cualquier lugar que le brindara un vuelco a su mirada desgastada, algo que le mostrara la belleza y la desgracia de la naturaleza y de lo humano.
Sentado aquí, mirando las largas hileras de olivos, plantados hace más de tres siglos, en el limeñísimo barrio de San Isidro, José Antonio miraba sin más el juego de pelota entre tres niños: patadas, golpes, gritos y una esférica forma que rodaba de un lado a otro. Los observaba y veía más allá de ellos: las casas casi salidas de las plantas como si las construcciones fueran, todas ellas, parte del verdor natural de “El Olivar”. Ajeno a lo inmediato, no notó la presencia de un hombre delgado, de mirada firme y rostro anguloso que lo miraba de reojo. Cuando sintió sobre él la mirada —después aquel extraño le diría que llevaba inspeccionándolo por más de media hora— volteó a verlo y le dijo, “Buena tarde señor”.
Aquel extraño dejó de serlo al decirle, “Buena tarde tenga usted, porque yo, César, estoy contrariado, llevo mirándolo desde hace rato y usted ni ha notado mi presencia.”. Mi abuelo, hombre correcto y a la usanza clásica de las buenas costumbres, le pidió disculpas de varias maneras hasta que él, César, le espeto: “Basta, yo sólo quería decirle que no soy transparente y una araña se ha posado en mi hombro”. José Antonio vio que no tenía tal.
César lo miró y sonriente le dijo, “Usted veía a lo lejos un punto, un blanco en el fondo, un límite de rostros y árboles que, a partir de su mirada, dejaron de serlo para ser algo más: un campo de formas y emociones donde descansa el misterio, la belleza. Usted tiene ese mal de la mirada que es que se va quedando perdida, dejando pequeñas partículas de iris en cada sitio. Usted es un viajero. Los de su género amortiguan las embestidas diarias de la vida entrecerrando los ojos y buscando en el depósito de la memoria un anochecer, un claro en el bosque, la playa fenicia de sus antepasados, las huellas de un animal en el lodo fresco del jardín amado. Aquí, en Lima, “los viajeros” recordamos el bostezo —largo, larguísimo— del mar y miramos este olivar y sabemos el nombre de cada uno de sus pobladores (sí, señor, cada árbol tiene apellido, nombre y hasta apodo); entrecerramos los ojos y vemos entrar y salir las aletas plateadas —todas acero y fuerza— de los bufeos. Aquí, señor, en Lima, viajamos siempre hacia abajo”. Mi abuelo, hombre práctico, suspicaz y parco, miró a César y no dijo nada.
Ambos, en silencio, siguieron la travesía de la esférica forma entre los pies, rodillas y cabezas de los noveles futbolistas. Al cabo de unos minutos, César se levantó, miró a mi abuelo y le dio las buenas tardes. Poco tiempo después un balonazo le dio de frente a José Antonio. Uno de los niños se acerco a pedirle de regreso la pelota, sin poder resistir más le pregunto al chico, “¿Conoces a ese hombre, el que estaba sentado aquí?”. Y aquel niño, en su relampagueante inocencia, le contestó: “Sí, es el loco de “El Olivar”, viene cada semana y se sienta a mirar, dicen que escribe, que hace algo así como poemas...Moro, sí, ¡se apellida Moro!”. Raudo, con la furiosa necesidad del adolescente por dirigir y patear el mundo, se alejo.
Mi abuelo cayó en cuenta: aquel hombre, sólido como uno más de los olivos y volátil como la niebla profunda de un invierno limeño, era el Poeta. Sí, el poeta César Moro. Y, a más de seis décadas de este encuentro y a cien años del nacimiento de César, aquí estoy yo, escribiéndote con la esperanza de vislumbrarlo. Estos versos, quizá, te acerquen más a él: “La fatalidad crece y escupe fuego y lava y sombra y humo de panoplias y espadas para impedir tu paso/ Cierro los ojos y tu imagen y semejanza son el mundo”.
Desde Lima, mi amor.
J. A.
* Texto escrito en homenaje al poeta y desde el recuerdo de mis paseos limeños por el parque de El Olivar. César Moro (1903-1956), poeta peruano. Muy cercano al movimiento surrealista, escribió la mayoría de su obra en francés. Entre sus libros cabe resaltar Lettre d´amour, Trafalgar Square y La tortuga ecuestre.
Han pasado más de sesenta años (¿era 1935 ó 1936?) de aquel encuentro entre mi abuelo José Antonio y César. Ahora te escribo desde aquí. La misma vista, la misma banca. Te escribo para contarte (e imaginarme de manera vivida, acaso como un testigo silencioso, como una sombra, el perfil de ese extraño personaje) de esta anécdota repetida sin cesar durante mi infancia.
Los negocios trajeron a mi abuelo a Lima. Acostumbrado a viajes breves, se jactaba de conocer, de cada lugar que visitaba, por lo menos un sitio que fuera especial. Le bastaba una estatua en actitud vehemente pero sin un brazo o mascada y marcada por la hendidura del tiempo. Le bastaba una peregrinación, una puesta de sol desde un puente. Cualquier lugar que le brindara un vuelco a su mirada desgastada, algo que le mostrara la belleza y la desgracia de la naturaleza y de lo humano.
Sentado aquí, mirando las largas hileras de olivos, plantados hace más de tres siglos, en el limeñísimo barrio de San Isidro, José Antonio miraba sin más el juego de pelota entre tres niños: patadas, golpes, gritos y una esférica forma que rodaba de un lado a otro. Los observaba y veía más allá de ellos: las casas casi salidas de las plantas como si las construcciones fueran, todas ellas, parte del verdor natural de “El Olivar”. Ajeno a lo inmediato, no notó la presencia de un hombre delgado, de mirada firme y rostro anguloso que lo miraba de reojo. Cuando sintió sobre él la mirada —después aquel extraño le diría que llevaba inspeccionándolo por más de media hora— volteó a verlo y le dijo, “Buena tarde señor”.
Aquel extraño dejó de serlo al decirle, “Buena tarde tenga usted, porque yo, César, estoy contrariado, llevo mirándolo desde hace rato y usted ni ha notado mi presencia.”. Mi abuelo, hombre correcto y a la usanza clásica de las buenas costumbres, le pidió disculpas de varias maneras hasta que él, César, le espeto: “Basta, yo sólo quería decirle que no soy transparente y una araña se ha posado en mi hombro”. José Antonio vio que no tenía tal.
César lo miró y sonriente le dijo, “Usted veía a lo lejos un punto, un blanco en el fondo, un límite de rostros y árboles que, a partir de su mirada, dejaron de serlo para ser algo más: un campo de formas y emociones donde descansa el misterio, la belleza. Usted tiene ese mal de la mirada que es que se va quedando perdida, dejando pequeñas partículas de iris en cada sitio. Usted es un viajero. Los de su género amortiguan las embestidas diarias de la vida entrecerrando los ojos y buscando en el depósito de la memoria un anochecer, un claro en el bosque, la playa fenicia de sus antepasados, las huellas de un animal en el lodo fresco del jardín amado. Aquí, en Lima, “los viajeros” recordamos el bostezo —largo, larguísimo— del mar y miramos este olivar y sabemos el nombre de cada uno de sus pobladores (sí, señor, cada árbol tiene apellido, nombre y hasta apodo); entrecerramos los ojos y vemos entrar y salir las aletas plateadas —todas acero y fuerza— de los bufeos. Aquí, señor, en Lima, viajamos siempre hacia abajo”. Mi abuelo, hombre práctico, suspicaz y parco, miró a César y no dijo nada.
Ambos, en silencio, siguieron la travesía de la esférica forma entre los pies, rodillas y cabezas de los noveles futbolistas. Al cabo de unos minutos, César se levantó, miró a mi abuelo y le dio las buenas tardes. Poco tiempo después un balonazo le dio de frente a José Antonio. Uno de los niños se acerco a pedirle de regreso la pelota, sin poder resistir más le pregunto al chico, “¿Conoces a ese hombre, el que estaba sentado aquí?”. Y aquel niño, en su relampagueante inocencia, le contestó: “Sí, es el loco de “El Olivar”, viene cada semana y se sienta a mirar, dicen que escribe, que hace algo así como poemas...Moro, sí, ¡se apellida Moro!”. Raudo, con la furiosa necesidad del adolescente por dirigir y patear el mundo, se alejo.
Mi abuelo cayó en cuenta: aquel hombre, sólido como uno más de los olivos y volátil como la niebla profunda de un invierno limeño, era el Poeta. Sí, el poeta César Moro. Y, a más de seis décadas de este encuentro y a cien años del nacimiento de César, aquí estoy yo, escribiéndote con la esperanza de vislumbrarlo. Estos versos, quizá, te acerquen más a él: “La fatalidad crece y escupe fuego y lava y sombra y humo de panoplias y espadas para impedir tu paso/ Cierro los ojos y tu imagen y semejanza son el mundo”.
Desde Lima, mi amor.
J. A.
* Texto escrito en homenaje al poeta y desde el recuerdo de mis paseos limeños por el parque de El Olivar. César Moro (1903-1956), poeta peruano. Muy cercano al movimiento surrealista, escribió la mayoría de su obra en francés. Entre sus libros cabe resaltar Lettre d´amour, Trafalgar Square y La tortuga ecuestre.
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